Batman: R.I.P. es el descenso por los caminos de la psique maltratada de Bruce Wayne. Años y años de ver a la demencia a la cara han cobrado factura. Él, como ningún otro, a tratado de comprender la mente criminal, sus motivaciones y miedos. Se ha preparado hasta llegar a los límites de la cordura, en el aislamiento total, en el borde de la razón. Es por eso que sus enemigos —un grupo de villanos que se denomina The Black Glove— han decidido atacarlo en esa frontera, donde la irreal ha ganado terreno.
Comienza la espiral hacia abajo. Sabedores de su identidad secreta, los villanos comienzan a operar en diferentes niveles. Basta un susurro, una frase inconexa para desactivar al héroe. Bruce Wayne termina en la calle, como un vagabundo, recordando sombras de un pasado que se diluye en la memoria. Las gárgolas, los muros, la ciudad le hablan. Su mente se extingue mientras el prestigio de sus padres queda destrozado por los rumores. Del heredero de los Wayne quedan despojos y nada más.
Pero Batman piensa en todo. No importa cuán inconcebible, complejo o entramado sea el plan. No importa el tiempo, la planeación, los giros calculados. Batman está listo para improvisar, para salir adelante. Sólo él detectó el hilo conductor en una serie de sucesos disímiles. Y, obviamente, únicamente él puede escapar de una trampa que puede quebrar su mente. Como si de un ordenador se tratara, el Caballero Oscuro cuenta con un respaldo cuando su psique se haya quebrado. Sí, Bruce Wayne puede irse a las duchas, pero Batman no. Él permanece. Nadie —ni siquiera un sanguinario Joker— es capaz de apostar en contra de este axioma.
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